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sábado, 23 de febrero de 2008

ELECCIONES

ELECCIONES Acaba de abrirse la campaña electoral y me veo tentado a hacer una readaptación de un artículo que ya publiqué hace unos años en el periódico “El Noroeste”. Por mucha fuerza mental que tenga una electora o un elector, es muy difícil no acabar «politizado» en una campaña electoral. Siempre cabe la posibilidad de pasar olímpicamente, nunca mejor dicho, porque esto es cada cuatro años, pero no resulta fácil con las calles empapeladas de candidatos que te sonríen incluso colgados de las farolas; con la radio lanzando promesas felices con fondo de música triunfal; y la tele emitiendo mítines y más mítines con miles de espectadores que gritan eufóricos cuando su candidato arroja por la boca sapos y culebras contra sus rivales. Y si, por casualidad, aparca el coche de la megafonía bajo tu balcón, en plena siesta, mientras se toma el chófer un café rápido de dos horicas, entonces la cosa es de psiquiatra porque, como la cinta es reversible, se te enrosca el nombre del candidato en los sesos y se te produce tal rechazo en el estómago, por no decir un poco más abajo, que no lo votas aunque se trate de Jesucristo en persona acompañado de Judas como futuro ministro de Economía, que ya es decir. Un aspecto sobre el que conviene reflexionar son los mítines porque, vamos a ver, ¿quién asiste? Si descontamos la nube de periodistas, fotógrafos, cámaras, organizadores, asesores de imagen, peluqueros, tramoyistas, guardaespaldas, etc., etc., que son siempre los mismos, casi no nos queda público propiamente dicho y, si añadimos que el público asistente son los familiares y los votantes del partido convocante, ¿cuántos votos nuevos se pueden ganar en un mitin? Luego, para ver cómo van influyendo esos mítines en la intención de voto, los partidos se gastan un pastón en encuestas y sondeos. Paremos el carro un momento. En primer lugar, ¿qué prisa tienen los partidos por conocer los votos antes de abrir las urnas? Si es una cuestión tan urgente, que convoquen antes las Elecciones. Y, en segundo lugar, si un encuestador, pongamos por caso, entrevista a un millón de personas en una mañana -que ya son personas pero a mí no me importa la prisa que se dé- y da la puñetera casualidad de que todas son votantes del mismo partido, que todo puede ser, ¿qué fiabilidad tiene una encuesta? Y no olvidemos la correspondencia electoral. Yo recibo cartas incluso del Presidente del Gobierno, que sólo se acuerda de mí en vísperas de Elecciones; además de los sobres con las papeletas a domicilio ¡Menuda papeleta! Recibo varios juegos de todos los partidos y eso me produce impotencia porque quisiera metérsela a todos y no se la puedo meter más que a uno. Una solución podría ser que cada partido las mandara a un barrio y nos las cambiáramos para ahorrar y, de paso, hacer amigos. Pero qué digo, la mejor forma de ahorrar es ir a la cabina y allí mismo, como están todas las candidaturas, corres la cortina, eliges la que más te guste y la metes sin que te vea nadie. En cuanto a las promesas de los candidatos, recuerdo un chiste gráfico del recientemente desaparecido Chumy Chúmez, que estará descojonándose por allá arriba, donde un individuo portaba una pancarta, en un mitin, con esta petición: «Queremos mentiras nuevas». Pero lo más grave de las promesas es que el partido perdedor acaba con ventaja porque siempre se puede permitir el lujo de decir que no ha tenido ocasión de cumplirlas, y entonces se te plantea una pregunta muy dramática: ¿Por qué siempre gana el que menos promesas cumple? Otro momento apasionante es la jornada de reflexión. La primera reflexión que me hago en ese día es ésta: ¡Qué siesta más hermosa sin el dichoso altavoz dale que te pego junto a mi balcón! Pero esta paz también tiene sus riesgos. En las pasadas Elecciones, después de quince días sin poder pegar ojo, me acosté a la siesta para reflexionar y consiguieron despertarme a los quince días en la unidad de reanimación de la Arrixaca. Mi voto se perdió pero aquella siesta fue algo inolvidable. Y, por último, el análisis de los resultados. No sé cómo se las arreglan pero todos ganan. Unos ganan votos a favor y otros ganan votos en contra, pero todos ganan. Es la grandeza de la democracia, que no existen perdedores. Por eso, que nadie piense, líbreme Dios, que me río de la democracia. Es, sin duda, el mejor sistema de gobierno. Con tu voto, se puede conseguir un diputado más y, con un diputado más, se puede conseguir la mayoría y, con ella, se puede cambiar el rumbo del país y, a lo mejor, hasta se arregla tu calle con una acera muy ancha para que caigas en la tentación de dejar tu coche dos minutos mientras le dejas a tu mujer un paquete de compresas -por decir algo urgente y sangrante-. En ese instante, a un guardia le ha sobrado tiempo para llegar, aparcar su coche, bajarse, rellenar el boletín de una multa de «notemenés» y desaparecer sin dejar rastro. Entonces, si te apetece, puedes volver a "votar" tú solo y no precisamente en blanco.

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